Siento los ojos de las personas en la calle clavándose directo en mí como estacas, llenas de preguntas y críticas. Siento el pensamiento implícito de quien me mira y se asombra de mis peculiaridades a primera vista, pero no se da cuenta que, en el fondo, soy simple y no necesito de mucho. Las personas me estiman, me miran con expectativa de que en algún momento estallaré en miles de fuegos artificiales, y se desilusionan. Y un poco ya me acostumbré. Más de lo mismo. No soy un monito, no divierto a los demás (pero tampoco me divierto a mí misma).
Mi historia, cada tanto desarmada y desbaratada, siempre vuelve para escupirme la cara. Lo que soy, fui y seré, son tantas versiones de mí misma, que se me hace difícil mantenerme al tanto con la nueva actualización. La juventud golpea con una violencia elocuente en las puertas de la adolescencia y me pide que por una vez, viva. Borrar las trabas que me impiden sonreír es parte del proceso, aunque no tenga idea de cómo hacerlo. La solución suele llegar sola, algún día bastante negro en el que la angustia me aprisiona el alma.
Las experiencias cambian al pasar el tiempo, pero la esencia permanece. Uno madura, sí. Uno mejora, sí. Pero el corazón es el mismo, el fuego es el mismo, los sueños truncos son los mismos, la pasión por ser, existir y trascender, es la misma.
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