Me encontré sentada en la cama, con mis piernas blanquecinas apoyadas contra la pared, como mamá odia, como mamá odiaba. Siento un olor putrefacto viniendo de mis manos, aún así me quedo inmóvil, tiesa, sorprendida. Me siento salir del cuerpo y verme desde afuera, como si me abstrajera de mí misma y me viera en ese estado, patético, por cierto.
Mis piernas y mi cuerpo están un poco más debilitados de lo que solían ser. El porte de mujer imponente se había desvanecido hacía unos meses ya, y por la garganta me bajaba y subía un gusto amargo, ácido y agrio. El gusto del daño.
Respiré profundamente y me senté en la cama, las sábanas estaban desordenadas, mi cabello recogido y mi camisón blanco y holgado me bailaba en los huesos. Me miré al espejo, y me aterré. Esto es en lo que había devenido mi existencia.
De todas las experiencias mortificadoras de mi vida, ésta era la peor. Jamás estuve metida en las drogas, el alcoholismo o "movidas raras" como decían mis padres. Sin embargo, el peor monstruo estaba oculto en mi cabeza, comiéndome los sesos de a poco, llevándome por caminos oscuros, todo adentro mío, silenciosamente.
Miré el reloj, y era hora de salir al mundo y enfrentar los fantasmas de carne y hueso, las miradas de la gente, las preguntas, las mentiras, el miedo. Me apuré en agarrar el mismo jean de siempre y alguna remera que no pareciera recién usada. De todas formas, vivir no sirve de nada, estoy perpetuamente perdida.
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