jueves, 26 de julio de 2012

No puedo callarme la boca.

Tengo la cabeza contaminada y lejos de querer protagonizar una típica crisis adolescente-no-tan-adolescente de "me perdí a mi misma" como suelo hacer o correr en círculos con la cabeza en llamas, quiero buscar una solución.
Lejos, también, de querer correr a otra ciudad para poder respirar aire nuevo y juntar fuerzas para seguir, quiero quedarme y mirar para adentro. Quiero analizar mis miedos y entregarme al mundo. Crecer.
Nos aferramos incesantemente a realidades y decisiones que se tornan anacrónicas, y cuando crecemos y cambiamos nuestro punto de vista el mundo como lo concebíamos se vuelve borroso y los límites se difuminan.
Admiro a las personas que tienen sus fronteras morales bien definidas, pero no sé si los admiro porque me dan pena o porque me provocan algún tipo de envidia. Por un lado, el moralista no sabe cómo jugar con sus propios límites, no sabe como ir más allá de lo que el mismo se estipuló, es como ponerse una barrera que uno no puede correr a medida que va creciendo y queda estancado. Sin evolucionar. Hay otros, que evolucionan demasiado, gente cuyo árbol moral se desvía un par de veces para encontrar en sí mismo la fuerza para seguir creciendo.
Veo muy comunmente en graffitis la frase: "no hay grises" y me pregunto seguido ¿realmente no hay grises con respecto a la moral?, ¿todo es blanco o negro?, ¿parece un poco drástico no?.
La moral es un espectro de posibilidades completamente subjetivas, como la sexualidad, como muchas cosas. Encasillarse en una es simplemente un error, no porque esté mal, sino porque somos tan cortos en experiencias y errores que vivimos continuamente dándonos al mundo pero nunca nos damos a nosotros mismos. 

No nos permitimos probar nada nuevo.

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