Extrañamente él se encontraba en un lugar así, tenía aire a antro y malas juntas, pero tenía energía de pasión y ferocidad. De repente se dejan sonar unas campanas, rebotando sus ondas en el vacío, indicaban el comienzo del primer ring.
Su curiosidad lo llevó a la muchedumbre y allí la vio. Extraña, inquieta, libre. Algún ritmo electrónico empezó a sonar y los cuerpos comenzaron a moverse, abrumados de excitación, alentando. Su cintura parecía quebrarse en miles de pedazos y volverse a construir, parecía un rascacielos sin huesos que latía al compás de la música.
Aquella mujer lo intrigó hasta varios días después de conocerla, bailaba con una sazón irracional. Desnudaba su alma, ella sola junto con la música, en una burbuja.
Las 3 noches siguientes su vida consistió en asistir a mirar la muchacha bailar, entre la multitud, escondido, lleno de éxtasis visual.
Un día lo notó, mirándolo fijo con sus ojos azules, manteniendo su sonrisa por 3 segundos que parecieron eternos.
Acercándose con la gracia de un cisne llegó a dos centímetros de sus labios y respiró el aire que su cuerpo exhalaba frenéticamente. Sus dulces ojos color cielo lo miraron desde lo bajo, tenía una aire de ingenuidad penetrante. Tomándolo de la mano lo arrastró desde los suburbios hasta la pista y, sin apartar la mirada de sus ojos color ámbar, tomó su mano y la poso sobre su cintura. El tacto sobre tal suave piel lo estremeció, haciéndole temblar la espina dorsal.
Sus cuerpos comenzaron a nadar en el aire al compás de la música, él siempre había sido una roca para bailar, pero el amor hace magia. Se pertenecían.
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