Ave Fénix I
Mi instinto de protección hizo que automáticamente mirara hacia la cama. Me sentía avergonzada, fugitiva, como si ese mensaje fuese algo que mi conciencia clasificaba como pecaminoso.
Dos años de tranquilidad era mucho para que fuera tan real. Iba a volver.
La última vez que lo vi, recuerdo que fue un día lluvioso y en el ambiente nos acompañaban frías luces de hospital, un suero y una bata desagradablemente impersonal. Se notaba la tensión y el miedo, el miedo a perdernos. Tenía que ser sometida a una operación que implicaba el riesgo de perder mi vida y mi nivel de nerviosismo se comparaba al día que lo vi por primera vez en la calle. No sé que se me pasó por la cabeza al pedir que esté ahí, pero algún retazo de amor quedaba en su sistema, como para acudir a mi llamado. De amor, o de culpa.. ¿quién sabe?. Mientras la anestesia hacía efecto, sus cobrizos cabellos residían sobre mí, mientras su cálida y gran mano, que siempre me pareció una invitación al pasado, me sostenía.
Mi cabeza estaba reposada sobre su pecho, y podía sentir su corazón latir furiosamente, podía sentir su pánico correr por las venas. Él sabía que yo podía morir, lo sabía él y cada fibra de su ser. Tenía miedo, por vez primera, de perderme. Claramente la muerte era la única forma que eso sucediera.
- Manos frías, no cambias más vos.
- Me voy preparando para el otro mundo.
- No jodas con eso.
Me gustaba tentar a su terror, sentir su preocupación ante mi desaparición física de éste mundo. Me sentía importante, como si por un minuto minúsculo tuviese el poder de hacerle prometer que me diera el mundo. Claro que era solo una sensación. Yo no quería morir. No era mi plan.
"Morir para obtener su amor" parecía un lema un poco patético para mi gran orgullo, que ya había recibido varios golpes gracias a él.
La enfermera entró a la habitación con su cajita azul, que casi siempre contenía pastillas o jeringas (las temidas y azarosas jeringas). Es hora de la anestesia - dijo, mientras salía a llamar al especialista. Bien, un solo pinchazo más por ese día.
Se levantó de la cama y me dejo sola, con un sentimiento de vacío un poco extraño. Atinó a darme un beso en la frente, con la cara ojerosa y su barba de dos días.
- Todo va a estar bien.
- Qué frase cliché!
- ¿Todo va a estar de puta madre?
- Muy mexicana.
- Volvé con actitud Rock 'n Roll nena.
- Esperáme.
- ¿Dónde más voy a estar?.
Gerardo, el anestesista, entró y despachó a cualquier acompañante de la habitación. Era hora de dormir. El domador se sentía incómodo con la presencia del pasado en la habitación, lo sentía como un San La Muerte, pero para nosotros dos. No entendía la conexión mística y especial que nos envolvía. Pero lo respetaba, porque su amor era flexible y perenne.
El procedimiento duró unas 3 horas, y todo salió excelentemente bien. Como era esperado, mis jóvenes 19 años ayudaron a mi recuperación más pronta que tardía. Pero él jamás volvió a aparecer por la habitación, o mi vida.
Según los últimos ojos que lo vieron, se marchó poco después de que yo entrara a cirugía, dejándome una carta que jamás encontré, dejándome la certeza que siempre ignoré.
Ahora había vuelto.
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