viernes, 24 de febrero de 2012

La piel del infierno - Parte 1.

No quiero ser una de esas anoréxicas que anda por la vida contando su historia y su dolor, no me gusta dar lástima, pero a veces uno necesita escupir un poco de la mugre que cultiva en el corazón, tiene que desempolvar la memoria para darse un consejo útil.
Mi nombre es Martina, 20 primaveras vividas y errores en el pasado de los que me arrepiento. Actualmente estoy en la mitad de mis estudios, vivo estresada y analizo las cosas en mi cabeza dos veces antes de decirlas. Soy fría, calculadora y manipuladora; me defino a mí misma, como una mujer con moral de hombre (quizás por eso no tuve muchas amigas en la secundaria...).
Mi historia comienza cuando tenía 12 años, no voy a mentir, solía tener una personalidad demasiado alegre y bondadosa para lo que era la gente que me rodeaba, es un poco inimaginable que niños de tan corta edad conlleven a hechos tan feroces y malvados, pero no me voy a poner a hacer un estudio psicológico de sus mentes retorcidas, que el día de hoy florecen adultas y siniestras. Toda mi vida fui a un colegio privado, pero de barrio, completo con niños parecidos a mí: sin pretensiones. Pero para ser completamentes honestos, el colegio iba en picada y la mayoría de mis compañeros se habían transferido a otras instituciones de mejor reputación. Mamá pensó que ésto era una buena idea, o así parecía cuando me encontré con ellos en una charla en la merienda (edad 10): "Marti debía tener la mejor de las educaciones, en un lugar adecuado, cerca de casa..", no hubo objeción ni de papá ni de Luisina, mi hermana.
Me "mude" de colegio a los 12 años, dejando a los amigos de toda la vida atrás y fue por primera vez que sentí miedo del futuro (sensación que se quedaría conmigo toda una vida). Éste colegio de renombre, era un colegio católico, con gente de clase alta, bonita, ambiciosa. Mi primer día fue un tanto extraño, lo mismo con el resto de los años de mí estadía en esa institución, bueno.. hasta que mí estadía fue visible.
Era eso que uno llama comúnmente "cero al izquierda", cosa que no me molestaba, porque cuando me encontraba en el spotlight, era porque el "it group" decidía que era mi día de castigo. Siempre tuve una contextura grande para una chica de mi edad, tenía 12 años y medía 1.60mts, pesando 50 kilos, pero que sea completamente irracional el hecho de que se pensara que alguien podía llamarme "gorda", no evitó que eso sucediera. Aún así, a ellos les gustaba más usar apodos completamente revolucionarios, como "cerda". Mamá no ayudaba, sus discursos al verme tomar un pedazo de pan extra eran "vas a terminar rodando"; "van a decir 'ahí viene el chanchito'"; "después no querés que te insulten..". Mí destino era predecible.
Solía volver a la escuela empapada en lágrimas, rogando que alguien pusiera algún límite a insultos inexcusables. Reclamando que los niños de colegio católico, eran peor que los de colegio laico; reclamando a gritos que no eran niños buenos, como mamá había prometido (otra justificación de la mudanza de institución).

Finalmente a los 14 años, pude establecerme cómodamente en la clandestinidad. Me odiaba, había ganado más de 70 kilos, y había crecido 15 cm. Ahora no era el centro del chiste, ahora me temían por mi tamaño y mi fuerza, todas mis compañeras estaban experimentando el amor por primera vez, saliendo con chicos del curso; empezaban a salir a bailar, a ser más notorias de lo que a eran.
En esos tiempos mis objetivos para pasar por el día eran 2: que el día terminaran las 8 horas del infiero e ir a inglés. A veces pienso que esa era salida de emergencia a tanta carga emocional. Las chicas eran más buenas, me trataban bien y me sentía libre de culpa y cargo por ser diferente, tenía oportunidad para demostrar quien era y no sentirme marginada. Tenía la oportunidad de ser.


En el 2007 cumplí 15 años, y toqué fondo. En inglés un chico nuevo entró, como todos los años, pero éste era diferente. Su nombre era Santino, 14 años, 1.89mts, jugador de basquet, tímido y desesperadamente intrigante, suave. Mis esfuerzos por conocerlos fracasaron y quizás hasta se traslucía el hecho de que mi corazón se aceleraba cada vez que él estaba cerca, que solo ponía mi mano en la frente para espiarlo entre los espacios de mis dedos mientras leíamos algo. Siempre me gustaba pensar que la profesora estaba más que enterada de mi situación, ahora alarmante. Me había enamorado por primera vez, y los hombres, que siempre habían sido enemigos, se había transformado en una especie intrigante.
Al día siguiente de conocerlo, antes de bañarme, contemple mi figura en frente del espejo. A pesar de que el amor había llegado para iluminarme un poco la existencia, me seguía odiando, me detestaba; solía soñar por las noches que mi cuerpo estaba desconectado de mí, y cortaba a cuchillo las partes extra de mi cuerpo, solía soñar que era bella y delgada, prototipo; en cada deseo pedido, en cada oportunidad que me daba para desear algo utópico, pedía perder peso, ser bella, ser notada.
Mi obsesión continuaba, y la impotencia comenzó a apoderarse de mí, busqué acciones drásticas para resultados drásticos, y todo lo que parecía mejor, posible, cerca de mi alcance (luego de ir 3 años a nutricionistas, gimnasios y demás yerbas que solo incrementaban las ganas de soluciones rápidas). Dejé de comer, progresivamente perdía el apetito, inconscientemente, lloraba mucho y limitaba mis raciones de comida a una por día, hacía mucho ejercicio y me mareaba demasiado seguido. Estuve en este estado lamentable por varios meses, mientras Santino seguía ignorándome, dándome justificaciones para continuar actuando demente por alguien que ni si quiera me decía "hola", todo por no poder ser bella.

Tenía 15 años, y había bajado 20 kilos en menos de 6 meses. Incluso yo me sorprendí de la efectividad que la disminución de comida tenía en mí. Me sentía bien, la gente había empezado a notarme, había empezado a dejarme ser antes de juzgarme, si tan solo hubiesen sabido no creo que hayan pensado que era tan genial. Santino abandonó el curso de inglés y se mudó de ciudad, todo parecía evidenciar que yo ya no tenía motivos para privarme de la comida, todo parecía evidenciar que podía volver a hábitos sanos, había empezado a pesar dos cifras (mi meta a concretar).
Pero al cumplir 16 tenía tanto poder sobre mi vida, sabía donde apretar para que doliera y donde apretar para que ya no. Ese no era el punto, no quería morir, quería prevalecer, sobresalir. Había probado el "spotlight" y me había gustado tanto que cambie el amor hacia un hombre, por el amor hacia la atención y, de repente, todas esas frases que mamá me gritaba de chica al ver que comía más de lo debido, habían empezado a resonar en mi cabeza con eco insoportable cada vez que alguien me ofrecía comida.
No era muy difícil esconder mi hábito, o la falta de él. Siempre tenía la excusa en la punta de la lengua, o comía en la escuela, o en la casa de una amiga; o no tenía hambre, o no me gustaba el menú del día (adosándole a ésto una queja de papá "esto no es un hotel donde tenes un menú, acá comes lo que hacemos en el día".. razón suficiente para no hacerlo). La forma más efectiva de todas, la que a mí más me gustaba era: dormir. Eventualmente se volvió la más adecuada, la más fácil para acallar al hambre y a los mareos. El juego se había acostumbrado a vivir en mí, y yo me había acostumbrado a sus reglas.
Había solo unas pocas condiciones: primero, no tenía que morir; segundo, mamá no tenía que darse cuenta; tercero, nadie tenía que saberlo (en el minuto en que todos lo hicieran, la mirada de admiración iba a pasar a ser lástima y vergüenza, y no era correcto pertenecer al it group y tener defectos).

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