martes, 22 de noviembre de 2011

Noches sin reproches VII

Me costó un poco de tiempo determinar cuál era el fin, el propósito de mi vida. Siempre fui de cuestionarme todo, absolutamente todo. Mi vida, mis sentimientos, mis amigos, mis reacciones. Mucha gente me grito, con razón, que pensaba demasiado todo. Siempre me pregunté si realmente eso estaba mal. No sería capaz de tolerar jamás en la vida no cuestionarme nada, no pensar nada, no sentir. ¿Cómo hacen?, ¿Van contentos por la vida sin preocupaciones, sin dudas, sin temores, sin...esencia?
Quizás yo llevo las cosas a sus extremos, sé que jamás tengo punto medio. Pero en alguien no puede haber ausencia de motivación, ausencia de esencia. No soportaría la idea de un ser humano en la tierra desperdiciando su existencia en vicios sin fin (naturalmente tenía que haber nacido idealista y romántica – entiéndase de la corriente, no la cursilería).

Luego de aquella frase encriptada que Ana me dijo al marcharse, no pude evitar pensar en su significado en el camino de vuelta a casa.
De noche, la ciudad se vuelve un mundo salvaje, en todos sus significados posibles. La gente que teme a la luz, a los ojos juzgadores, los excluidos sociales salen a cazar un poco de luz de luna, sale a vivir, a respirar aquel aire tóxico que necesitan, su oxígeno contaminado de vanidad y poder. Los subtes se vuelven un poco más solitarios que a hora pico, y como siempre me detengo a observar las caras de todos, las caras de nadie, buscando la próxima Ana, buscando una historia para escribir al llegar a casa. Buscando algo más.
La ciudad es un zoológico, y los subtes son pequeñas sucursales de él. A mi derecha, había una pequeña pareja de ancianos, abrazados. Ella apoyaba la cabeza en el mentón de él, él se ocupaba de sostenerla lo más que pudiera en sus brazos. Respiraban al mismo ritmo, al mismo compás. Había tanta belleza en esa imagen, todavía los recuerdo, había amor, había amor en el medio de la toxicidad visceral. Quise ser ella por un minuto, sin importar que me quedaran menos de 10 años de vida, porque en el fondo de mí sabía que si estuviese en sus zapatos ortopédicos número 37 y al lado de ese hombre que la protegía como si fuese el tesoro más preciado del universo, iba a ser más feliz que lo que era en mis ya, 22 años de existencia.
Me quede absorta en un punto fijo, mirando al piso, como si nada de lo que pasaba alrededor mío importara. Me quede pensante, buscando respuestas, descifrando palabras.

“Por ser vos…” ¿A qué se refería “por ser yo”?, jamás nadie me había agradecido por ser así, nunca me sentí especial, única. Quizás en mis viejos días en Rosario me sentía un sapo de otro pozo, pero eso no es ser especial, es ver a la gente en la calle y pensar “yo no pertenezco acá, yo soy parte de algo más grande” (sin trasfondos religiosos, claramente, Dios jamás me sirvió de ayuda).
Me acuerdo que dijo un par de palabras para sí misma, en voz baja e inentendible. Juro que quise escucharlas, pero tantos años de auriculares a volumen 30 perjudicaron bastante mi capacidad auditiva, disminuyéndola notoriamente. No había forma.
Después de decirme aquello, dio media vuelta y se fue. Lo que dio una tonada más bizarra a la situación.

Llegue a mi edificio, me equivoque en el orden de las llaves como siempre. Al entrar prendí la luz y ahí estaba mi paraíso. El departamento no era muy grande, o quizás sí para una sola persona. Me gustaba demasiado vivir sola, se sentía bien. Siempre supe llevarme de maravillas con la soledad, sino pregúntenles a mis ex-novios, que estaban más celosos de ella que de todos mis amigos varones.
Hoy iba a pensar toda la noche, iba a volver a buscar significados y hacer el amor con la soledad.

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